Los marineros se aprestan a zafarrancho
para gobernar el velero. Un grupo tumba
las velas del palo mayor y del trinquete, dejando sólo un trapo envergado al
bauprés para acercarse lentamente a la costa Oeste de El Hierro, y llegar a la
playa sin peligro de encallamiento.
Lanzan el rosón para enlentecer el avance y anclar el barco cuando el sol
amarillea el horizonte. Lo arriman a la caleta, dando vueltas a los negros
peñascos que apenas se ven emerger con el choque del oleaje.
Avanza
hacia el agua remansada guarnecida en un recodo de la costa, deteniéndose al
pie de la montaña, envuelta en la bruma sombreada de grises que dejan desnudos
filosos cuchillos volcánicos. Al clarear
ven gente arremolinada en la playa y una veintena de hombres bajando de la
montaña, que poco a poco recobra su color verduzco, arreando una vaca
marronuzca con pintas blancas que muge lastimosamente
Bajan
en fila por el estrecho camino de tierra y piedras escalonadas que lleva del
pueblo de la Sabinosa a la playa, comarca del Municipio La Fortaleza. Con sacos al hombro, atados de leña, garrafas
de un grueso vidrio verde, llenas de vino o de agua, envueltas tejido de paja.
Sacos con tocino salado, batatas, papas y talegas de gofio.
La vaca fue descuartizada en minutos, metiendo los pedazos de carne en
sacos para salarlos en el barco.
Sus
maletas son sacos de pita, de los que se usan para cargar papas. Otros llevan
sacos de lona del ejército, embarrados y sin color. Los huidos de la playa La
Sabinosa cargan con sus cosas personales, con lo que pueden para el viaje: Documentos,
alguna revista o libros o novelas. Mudas de ropa; un paquetico de gofio que la
madre dejó escurrir dentro del saco. Una fotografía de la mujer y los hijos que se
quedaron en tierra, de la madre, del padre, de los hermanos. Un recuerdo que en el extenso viaje por mar,
los conectará a su tierra, a su terruño de toda la vida, que dejan atrás para
aventurar en tierras extrañas.
De
la cubierta del viejo velero, de nombre “Joven Gaspar”, los marineros hacen
señas a los de la playa. “¡No hay moros
en la costa!”, gritan desde la playa, haciendo eco con las manos alrededor de
la boca para que la brisa no se lleve las palabras. Dos o tres gomeros, desde la playa, lanzan
silbidos cadenciosos, con tonalidades altas y bajas, que llegan como palabras a
los oídos de los marineros. “Hay que
apurarse” grita desde el barco, el que parece ser el patrón del velero, un
majorero de Fuerteventura o de Lanzarote, de unos 40 años que nombran señor
Ginés. “¡Hay que andarse rápido, que
puede venir la Guardia Civil!” Es día de
San Juan, 24 de Junio de 1950.
En la cubierta, alongado sobre la borda
que da a la playa, un hombre alto y flaco, de unos veinte años y pelo crespo
negro, Ubaldo Jorge Díaz, ayuda a los nuevos huidos a subir al barco, un velero
de tres palos, de unos 25 metros de eslora y manga de cuatro a cinco metros. Abordó el velero en Tenerife con más de cien
personas, en la playa Santa Úrsula, a la media noche del día anterior. Ahora
están ocultos en las bodegas mientras maniobran para embarcar más gente en El
Hierro.
En total serán 153 personas de todas
las edades, entre marinería y pasajeros, que pagaron cuatro ó cinco mil pesetas
cada una para tener la oportunidad de viajar en uno de estos veleros,
denominados “fantasmas”. Fue justamente, en plena Guerra Civil del año 36 al 39
y todo el período de la II Guerra Mundial, cuando se empieza a conocer el
fenómeno de los veleros fantasmas.
La gente empezó a huir de España,
principalmente de las islas, y en mayor cantidad de Tenerife, la región del
archipiélago que aportó más emigrantes ilegales, escapan en masa por la
represión política que se acentuó hasta los primeros años de la década del
cincuenta. Escapan por hambre, al no haber fuentes de trabajo y condiciones
para vivir. Sus destinos fueron
principalmente a Venezuela, donde existían mejores condiciones de vida por el
boom petrolero. Se contabilizan cientos de veleros y miles de escapados en un
largo período, así como naufragios, desaparecidos y muerte.
De las 153 personas abordo, 152 son
hombres y una mujer joven, con su marido y su hijo de diez años. Casi la mitad eran hombres con una edad entre
20 y 30 años. El resto promediaba los 40
años. “Pero el de mayor edad-dice Ubaldo- fue mi tío Pedro Jorge, de 79 años.”
-
Subimos al barco en la playa de Santa Úrsula, dificultándosenos el abordaje por
el mal tiempo, con fuertes olas que por poco hunden los botes donde nos
llevaban, en grupos de diez o doce hasta el velero. El barco estaba escondido de la vista de la
Guardia Civil cerca de unas galerías, dando bandazos. Nos llevaron a la playa
de Santa Úrsula en camiones-aclaró Ubaldo- después de recogernos en varios
lugares de Tenerife. Yo venía del Sur, de donde vivía en Güimar con mis padres y
hermanos.
Recuerda
que fueron muchos los veleros capturados y apresados sus pasajeros y
tripulantes por la marina española apostada en las costas del Marruecos
español, en la margen occidental de África, o por la Guardia Civil a poco de
salir de las costas del archipiélago. Otros encallaron o se estrellaron en
bancos coralinos de África. Algunos fueron víctimas de bandidos que les robaron
el dinero del pasaje sin darles el viaje,
asesinados en el mar, luego de llevarlos en botes para embarcarlos en
supuestos veleros.
Inmediatamente
que se subió la gente de El Hierro, tomaron rumbo a las costas de África, con
buen viento y buena mar, para dejarse llevar por los vientos alisios y
corrientes hacia las costas de Venezuela. El piloto del barco era un herreño de
apellido Sejas que conocía bien su trabajo.
Se ayudaba con cartas marinas, una brújula y un sextante, con el que hacía mediciones todos
los días, en el pequeño espacio del castillo de popa, frente a la rueda del
timón.
Con
las velas hinchadas se acercaron a las costas de África, manteniendo el rumbo
siempre al oeste, con el sol encima del bauprés en la mañana y a popa en la
tarde. La suave brisa de través o de popa que impulsaba suavemente al “Joven
Gaspar”, presagiaba buen tiempo para arribar a Venezuela en 25 ó 30 días, como eran los cálculos del capitán.
Los
pocos que sabían leer se entretenían con revistas o periódicos viejos o novelas
que iban pasando de mano en mano. Otro grupo cantaba acompañado de un viejo
acordeón. Charlaban en pequeños grupos en el poco espacio que ofrecía el “Joven
Gaspar” Otros jugaban a las cartas y al
dominó.
Algunos
pasajeros acompañaron al cocinero en preparar frangollos con fideos, verduras y
carnes que devoraban a media mañana y en la tarde, en escachados platos de
aluminio, de los que usa el ejército.
Hacían dos comidas al día y tomaban medio litro de agua, que medían en
un cazo de aluminio. Cada quien llevó un plato, una cuchara y una manta como se
lo pidieron. Preparaban café y unos brebajes de yerbas que en la mañana les
calentaba el cuerpo. Disponían de agua en bidones de hierro suficiente para el
tiempo estipulado de viaje.
El
antiguo acordeón, en manos de su viejo ejecutante, empezó a desgranar una
melodía que puso a todos en expectativa, el
pasodoble Suspiros de España, que todos coreaban aún sin saber su letra. Taconeaban y chocaban las palmas. Hasta los
más viejos cantaban. La cubierta era un coro de escuela, como si se la hubieran
aprendido para un acto en la plaza del pueblo
Siento en mi triste emoción.
Me voy sufriendo lejos de ti
Y se desgrana mi corazón
Nunca el sol me alegrará
En el vergel de España, mi amor
Como una flor siempre estará
Dentro del alma te llevaré
Cuna de gloria, valentía y blasón
España, ya nunca más te he de ver
De pena suspira mi corazón
Si con el viento llega a tus pies
Este lamento de mi amargo dolor
España devuélvelo con amor,
España de mi querer
Siento en mi triste emoción
Me voy sufriendo lejos de ti
Y se desgarra mi corazón
Nunca el sol me alumbrará
Ya nunca más tu suelo veré
Lejos de ti de pena moriré
España mía ya no te miro.
Tú eres mi guía
Por ti brotan mis suspiros
Tú eres toda mi alegría
De noche y de día yo no te olvido
Ay, quien pudiera,
Ay, quien volviera
Qué no daría
Por morirme patria mía
En tú cielo azul
En mi soledad
Suspiro por ti
España, sin ti me muero
España, sol y lucero.
Muy dentro de mí
Te llevo escondida.
Quisiera
la mar inmensa atravesar,
España, flor de mi vida
Autor: maestro
Antonio Álvarez, 1938.
-En
las noches la oscuridad era total. Las pocas luces se extinguieron
prontamente, conservando sólo las luces
de navegación. La mayoría dormía en las
bodegas. “Parecían hurones debajo del techo de las bodegas” -pensaba
Ubaldo- Desde el primer día casi todos empezaron
a vomitar. Los que tenían suerte, lo
hacían por la borda cuando estaban en la cubierta. Los que no se podían
aguantar vomitaban al que tenía al lado, principalmente de noche en las
bodegas. Los vómitos, los peos y el calor hacían insoportable la permanencia en
las bodegas. Mareaban por el movimiento del barco o por los olores nauseabundos
o por ambos. Dormían en los tanques del pescado, en colchones de paja de cebada. La mujer y su niño dormían en el pequeño
camarote del capitán, donde permaneció casi todo el viaje al enfermarse a los
pocos días de embarcar. Las necesidades
las hacían por la borda. “A veces tu veías más de diez culos al aire de hombres
agarrados de un rejo.”
Vimos
toninas y tintoreras enormes pegadas a la estela espumosa que iba dejando el
barco cuando llevábamos algo de velocidad, con la escasa brisa que de vez en
cuando se presentaba, mojando todo en la cubierta, cuando nos aproximamos a las
costas de América. Los peces voladores
saltaban a la cubierta, “Pero sin nada de carne. Eran puras alas y escamas.”
A
los pocos días, el tiempo se puso malo, repuso Ubaldo. “Se metieron unas calmas que mantuvieron el
barco al pairo, con las velas muertas pegadas a los palos. El velero sólo se movía por las corrientes
marinas, que según el piloto, el herreño
Sejas, ayudarían a llegar a Venezuela. Sin
viento, pasaron unos 20 días sin moverse, del casi mes que llevaban navegando.
A
los 20 días, el capitán impuso el racionamiento de agua y de comida. Sólo se comería una vez al día, pues las
carnes, las verduras, las batatas y todo lo perecedero, se había agotado o
estaba en cantidad crítica. Casi todos los bidones ya estaban vacíos. Empezaron a destilar agua con un alambique
improvisado con las garrafas de vidrio donde alguna vez hubo vino. Así consumieron más madera. La ración de agua
se redujo a menos de un vaso diario.
Se
agotó la leña, teniendo que echar mano de las tablas de la cubierta para hacer fuego. Ya no había
música ni lecturas, ni bailes, ni juegos de cartas o dominó. “Yo vi hombres más
viejos que yo, que tenía 20 años, llorar acuclillados y recostados de la borda,
lamentándose por haberse embarcados-recordó Ubaldo-
“Yo
también me arrepentí por irme de mi tierra.
El racionamiento se acentuó y cundió la angustia y la desesperación por
no ver señales de tierra. “No vamos a llegar a ninguna parte”, decían. El piloto Sejas afirmaba que él los llevaría
a Venezuela: “No se a que punto de Venezuela, pero yo los llevó”, para darle ánimo a la gente, aunque el barco
“caminaba” poco con la corriente.
La
familia de Ubaldo no tenía una posición holgada, pero trabajaban la tierra,
produciendo papas, batatas y una platanera que les daba para el sustento,
intercambiando lo que producían por pescados, carnes, sal o azúcar. La
escasez trajo el trueque. Ubaldo Jorge
Díaz nació el 16 de mayo de 1926. A los
16 años, en 1942, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, se alistó
como voluntario en la aviación donde estuvo cuatro años en tierra, en la base
española de Río de Oro o cuartel de Villavicencio, en la costa de Marruecos,
con las tropas moras que sirvieron a Franco para dar el golpe en 1936. Fue un fuerte fajador de lucha canaria con el
mote de “El Molinillo”, porque levantaba en peso a sus contendores y les daba
tantas vueltas que los mareaba y luego los estampaba contra el suelo.
Con
una boca menos que alimentar, pensaba él, su familia andaría un poco mejor. “Al
cumplir cuatro años de servicio militar,
me vine para mi casa y decidí marcharme para Venezuela, donde me contaron que
se vivía mejor. En Tenerife dejé mi
novia Engracia, joven y bella, con la promesa de regresar a buscarla. Para
pagar el viaje vendí una cosecha de papas y con ahorros junté unas cinco mil
pesetas. Mi madre al despedirme me metió
un paquete de gofio en el saco, “por si acaso”. Lloró y me abrazo. ¡Cuídate
hijo!
Cuenta
Ubaldo que más o menos a los 40 días de navegación, vieron una gaviota. Los que estaban en la cubierta interpretaron
con risas y gritos la presencia del ave blanca que revoloteaba por encima de
ellos. Deseaban que el ave hablara y les
dijera dónde estaban. El piloto Sejas fue
mas realista: y grito: ¡Estamos cerca!
Varios días después empezaron a ver las primeras costas de América,
seguramente territorios de las Guayanas o Trinidad.
Sus
rostros se veían famélicos. El sol no les pudo cubrir la palidez. Las ropas
vomitadas, lavadas diariamente con agua de mar, estaban casi deshechas. Se veían harapientos y hasta los gordos se
habían puesto flacos. Todos los días se bañaban en la cubierta con cubos de
agua salada. Les llovió cerca de
Trinidad, pero el agua que escurría de las velas no se podía beber por el
salitre pegado a los trapos arbolados.
Sin
embargo, todos hombres apretujados en la cubierta, empezaron a brincar y a
gritar, casi desnudos, con la lluvia recorriendo sus cuerpos, estregándose las
caras, el pelo, el pecho, los brazos, queriendo desprender el salitre adherido
a su piel, pero sin poder sacar el olor
y el sabor a sal fuertemente metido en sus cerebros y guardado en sus memorias.
Una
fuerte viento caribeño, de olor distinto, olor a trópico que arrastra el sabor
de la tierra cercana, azotó al barco a través de las amuras, llevándolo contra
los riscos de un acantilado, directo a las grandes rocas donde se estrellaría,
si la rápida arriada de velas y el rosón
prestamente lanzado, no logra afianzar al barco en el fondo arenoso y
pedregoso de la costa, deteniéndose a pocos metros de la escarpada pared de
piedra, parecida a los gigantes, acantilados del sur de Tenerife, bamboleando y
cabeceando como un potro joven que siente al jinete por primera vez,
acercándose peligrosamente a las piedras.
Varias horas estuvo el barco movido con fuerza por la borrasca, bamboleándose y
cabeceando, poniéndolos en peligro si se
soltaba el rosón, aguantados sólo por las plegarias de los que no sabían ni
rezar, o se desfondara el velero, atravesado como una daga por las piedras
puntiagudas. Al fin, cuando amainó el
viento, dejando un suave brisón, pudieron salir mar afuera y proseguir su ruta
hacia el oeste, buscando las costas de Venezuela.
El
grito de un tripulante, alteró la calma miedosa de los hombres, después de
haber pasado por el peligro de estrellamiento. Se tensaron las fibras y
empezaron a buscar con la mirada de qué se trataba. A lo lejos observaron un velamen blanco que
se movía lentamente. Era un barco trinitario que los había avistado y se
dirigía hacia ellos. Saltaron y gritaron
a todo pulmón, haciendo señas con lo que podían. Pronto estuvieron cerca. Era la primera vez, desde que salieron de las
islas, que veían un barco y rostros distintos a los que venían en el “Joven
Gaspar.”
Los
viajantes en el velero trinitario se comunicaron con ellos como pudieron. Se descartó dirigirse a Trinidad, porque los
ingleses podían tomar represalias contra ellos y, además, no entendían el
idioma. Les proporcionaron agua, un saco
de funche, una lata de galletas de soda, un saco de batatas y algo de pastas y,
muy importante, la orientación necesaria del capitán trinitario de cómo llegar
a Venezuela.
Con
los 45 días transcurridos en navegación,
el rostro de la gente cambió y, débiles como estaban, comenzaron a cantar y
bailar. La algarabía, las risas y el
habla a gritos se sentían en las costas.
Hasta la mujer enferma, desfallecida, salió a la cubierta a festejar,
aunque sabía incierto su destino en medio del mar. Sin embargo, la presencia lejana de tierra los
calmaba, aunque sin poder acercarse por temor a encallar o un estrellamiento en
unas costas desconocidas.
Justo
a los 53 días de haber salido el “Joven Gaspar” de Tenerife, los huidos de
España avistaron las costas de Puerto La Cruz.
Fueron interceptados por una lancha de la Guardia Nacional y remolcados
a puerto, dejándolo fondeados cerca de los muelles, no sin antes pasar a la
mujer enferma, su marido y su hijo a la lancha militar, para llevarlos a un
centro asistencial donde los hospitalizaron.
Cuenta
Ubaldo, que luego llegó una lancha con
autoridades de la Seguridad Nacional y los reseñaron. Varias horas después otra lancha les entregó
comida abundante, agua, refrescos, pan, latas de galletas, sacos de funche,
racimos de plátanos, sacos de papas y
batatas, ocumo, cebollas. Sacos de arroz. “Nos dieron de todo, era tanta
comida, como no habíamos visto jamás, ni
cuando estábamos en Tenerife. Era
demasiada comida. Como locos comenzamos a preparar y a comer. Después la Guardia Nacional nos remolcó mar
afuera y nos dijeron: ¡Aquí están en aguas internacionales pueden irse para
donde quieran!
-Seguimos
navegando y en pocos días llegamos a las costas de La Guaira. Atracamos en el
muelle pesquero. Llegó la Guardia Nacional. Un soldado de ese cuerpo se quedó cuidando el
barco amarrado al muelle, sin poner mucho cuidado si la gente desembarcaba y no
regresaba. Nos dieron documentación y
nos dijeron que el gobierno necesitaba trabajadores que si queríamos quedarnos
lo hiciéramos. Algunos que tenían familia en Venezuela se fueron rápidamente. Al patrón del barco, el señor Ginés, lo
enviaron a España junto con un marinero, no sabemos por qué motivos -dijo Ubaldo- Si había políticos en los que vinieron, se
quedaron callados. Mi tío Pedro Jorge se
regresó a las islas.
“Yo
me quedé en Vargas trabajando de estibador en el puerto de la Guaira,
descargando barcos cementeros. Las bodegas de esos barcos eran un infierno que
enfermaban de calor y polvo. Luego estuve con Tavío en el puerto. Fui panadero
en Barlovento. Luche duro y ahorre y a los siete años regresé a Tenerife y me
casé con mi novia Engracia Román y nos vinimos a Venezuela, esta vez en el
vapor “Marqués de Comillas.”
-Tuve
cinco hijos en Venezuela: María de los Ángeles, Mary Jorge, Leonardo, Verónica
y Ubaldo Juan. Viví en Pariata donde
monte un molino de maíz que regenté durante 15 años. Construí mi casa, en la
avenida principal, detrás del cementerio, que luego vendí”, recordó. Cuatro de sus hermanos se vinieron también a
Venezuela en vapores, dos de ellos ya fallecidos.
Cual indiano, Ubaldo Jorge regresó a
Tenerife con su mujer y siguió
trabajando la tierra, produciendo papas, batatas y cambures; instaló un
negocio de comidas y tragos en Güimar, su terruño de siempre al Sur de
Tenerife, que llamó “Bar Molina”, en
recuerdo de su nombrete de luchador, “El Molinillo”, dado en arriendo a unos amigos vecinos; construyó su vivienda y se compró un barco
pequeño, un “Tres Puños”, que tiene amarrado en el puerto de Güimar, para
dedicarse a la pesca. “¡Es lo que me
gusta!”¡Ahora a pescar y descansar!”
Periódicamente
viajaban a Venezuela, cada año o dos o
tres años, a ver a los hijos y a los nietos.
Cuando falleció su mujer Engracia, Ubaldo vino con más frecuencia. Su desaparición lo golpeó muy fuerte. El viaje de abril de este año 2011, fue muy placentero para
Ubaldo Jorge, porque a sus 85 años de edad, conoció a su primer bisnieto nacido
a los pocos días de haber llegado.
Conversamos
varias veces con él, porque queríamos conocer su experiencia en el velero
“Joven Gaspar.” Narró algunos aspectos
de su vida. Nos enseñó un truco para
hacer el “mejor pan de jamón”, un pan especial, según sus palabras. “Todo igual como se hace el pan de jamón,
sólo que agregándole dos ruedas de
mortadela.”
“¡Ya
no vuelvo más para Venezuela!” Dejó caer
las palabras que parecían premonitorias, aclarándosele los ojos pardos como dos
cirios. Una lágrima casi saltó de sus ojos hundidos, al recordar la ausencia de
su mujer “¡Después que ella murió cerré la casa y más nunca la abrí!” ¡Ahora vivo en otro sitio! ¡Esa casa me traía muchos recuerdos! ¡Claro que usted va a regresar muchas
veces! ¡Si se ve fuerte! Él Quería regresar pronto a Güimar a atender
sus asuntos, su finquita. Estaba
preocupado por las cosechas y sus animales, por el bote. A los dos o tres días, el jueves de esa
semana, tomó el avión para Tenerife arribando el viernes a la isla y el sábado
supimos que nos había dejado. Tomo su
barco y marco el rumbo hacia un cielo fuertemente azul, con un sol
deslumbrante, buscando entre las nubes, el rostro de su mujer amada, Engracia,
su novia de toda la vida. Como aquel día de 1950, a bordo del velero que lo
trajo, tarareó aquel pasodoble, mientras dirigía feliz su barco rumbo al cielo
azul:
Siento en mi triste emoción
Me voy sufriendo lejos de ti
Y se desgarra mi corazón
Nunca el sol me alumbrará
Ya más nunca tu suelo veré
Lejos de ti de pena moriré
Fin
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